Las cosas no estaban tan mal pero tampoco muy bien

Ataúdes vacíos
Un cuento de Mauricio Salvador
ilo

***
No sé en qué radicaba tanto optimismo. El mundo no se había acabado, lo sé, pero había guerras, desastres naturales, hambrunas, homicidios, sida, qué se yo... Si no había pasado nada no se debió a falta de voluntad. Absurdamente ahí seguíamos. Ahí seguía yo, quiero decir, siempre el mismo, el mismo diletante. Tenía que cambiar.

Así que hice una lista de propósitos:

• Bajar de peso.

• Hacer ejercicio.

• Aprender inglés.

• Conseguir novia.

En suma, quería que las personas a mi alrededor estuvieran de acuerdo en una sola cosa: que era un buen chico. Para esto subrayé con rojo el propósito esencial: Conseguir novia. ¿Cómo es que todos habían conseguido novia aquel año y yo me había quedado como un idiota? Tenía que mejorar, sin duda. Pegué la lista en la puerta de mi cuarto de tal manera que cada mañana no tuviera más remedio que darme de frente con ella y recordarme a mí mismo que debía cambiar. Durante los primeros meses hice ejercicio en mi cuarto, intenté leer en inglés una biografía vieja de Charlie Chaplin e hice todo lo posible para conseguir novia. Pero hacia el verano habría sido una mentira decir que había mejorado en mi actitud general. Había cambiado pero no había cambiado. Es difícil explicarlo.

Una mañana, la primera de vacaciones, mi hermana descubrió la hoja y la leyó en voz alta a mitad del desayuno. A todos les hizo gracia. Mi padre dijo que estaba bien tener un propósito en la vida a pesar de que el tono de su voz sugería que sus ideas venían de una mala revista de consejos. Mi madre dijo que sabiendo inglés uno podía ver las películas sin subtítulos. Y mi hermana, como era de esperarse, me preguntó si ya tenía novia. Le dije que no, porque esa era la verdad. No le dije que todo se me había complicado esa semana, cuando Joel, mi ex mejor amigo, me comunicó por teléfono que Susana ya tenía novio.

—Tuviste tu oportunidad —me dijo—. Creo que le gustabas.

—Ya lo sé.

—Pero te tardaste.

—¿Por qué me tardé?

—¿No sabías? Me dijo que sí, pendejo.

Eso había pasado una semana antes de salir de vacaciones y si durante la escuela no había podido lograr ningún avance, no sé por qué iba a lograrlo durante las vacaciones.

Además, en vez de tener vacaciones comencé a levantarme más temprano aún para ir a trabajar con mi padre a la funeraria. El arreglo era que durante ese tiempo me quedaría hasta el cierre para que él pudiera tener la tarde libre. Y no era fácil estar ahí, al menos no al principio porque me inquietaba tener que estar alrededor de la gente que acababa de perder a un ser querido pues nunca sabía qué decirles o cómo hablarles. Así que me encerraba en la oficina de mi padre y hacía ejercicio o veía tele o dormía.

Después, cuando la gente ya se había marchado, salía al estacionamiento y barría las hojas que el viento había acumulado durante el día. De alguna manera me servía para olvidarme que mis propósitos no avanzaban como había proyectado. Me ejercitaba poco pretextando que tenía que trabajar todo el día. No había aprendido mucho inglés a pesar de que cada tarde intentaba leer una página de la biografía de Chaplin que había conseguido y por supuesto todavía no tenía novia. Me sentía solo, abatido y hasta enojado con mis amigos porque se hubieran atrevido a irse de vacaciones con sus familias, dejándome solo y sin nada que hacer.

Mi propia hermana planeaba un viaje de vacaciones con su novio. Y en el colmo de la injusticia mi padre había aceptado prestarles el coche y darles dinero, el equivalente a todo mi salario de aquellas vacaciones. Las cosas no estaban tan mal pero tampoco muy bien.

Una mañana estaba sentado afuera de la funeraria viendo pasar a la gente. No había muchos servicios para el resto de la semana. Sucedía a veces. Había días súper ajetreados y días completamente muertos, por así decir. La señora de la limpieza me dijo buenos tardes y se retiró. Fui a la oficina de mi padre por el libro de Charlie Chaplin y regresé al sol para leer unas cuantas líneas, que era lo más que podía leer sin la ayuda de un diccionario y sin tardarme horas. Al poco rato una chica y un perrito se acercaron por la banqueta. Los observé desde que dieron vuelta a la esquina y mientras avanzaban hacia mí. Cuando estuvieron cerca el perrito se me abalanzó cariñosamente y yo le acaricié las orejas.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—Oswaldo —dijo la chica.

—¿Oswaldo?

—Ajá —dijo.

No agregué nada más y seguí acariciando la cabeza del perro. La chica me preguntó qué leía y yo le mostré la portada del libro.

—¿Lees en inglés?

Le dije que sí.

—Me gustaría poder leer en inglés —dijo.

—No es difícil.

Me preguntó cómo había aprendido y le dije que había aprendido leyendo libros a pesar de que no había avanzado ni cinco páginas de ese libro.

—¿Trabajas aquí?

—Sólo en las vacaciones.

Observó con cuidado la fachada de la funeraria e hizo un gesto de desconcierto o escepticismo, no lo sé.

—¿Te gusta?

—Es un trabajo —dije—, como cualquier otro.

Pareció pensarlo con cuidado.

—Bueno —dijo, a manera de despedida. Dio un jalón a la correa y ella y el perrito se alejaron por la banqueta. Me di cuenta que ni siquiera le había preguntado su nombre.

Pero resultó que al día siguiente volvió a pasar por la funeraria y me dijo que se llamaba Angie, de Angélica. Y cuando menos me di cuenta se hizo una costumbre esperar a que Angie pasara por la funeraria para platicar. Pronto comencé a hacerme ideas locas y que ningún día faltara a nuestra cita fue una confirmación de que algo se estaba moviendo.

Un día pasó temprano con su perrito y por la tarde reapareció justo cuando iba a poner el candado a las puertas de la funeraria. Me pidió que la acompañara a la plaza. Quería ver un iPod.

—¿Qué grupos te gustan? —preguntó, mientras caminábamos. Le iba a decir que casi no escuchaba música excepto para hacer pesas pero apenas iba a abrir la boca cuando ella comenzó a hablar de sus bandas preferidas. Resultó que Led Zeppelin era su banda favorita de todos los tiempos.

En la tienda pareció sorprenderle el precio del iPod, y a mí también. Era un aparato tan pequeño que apenas pude creer que costara tanto dinero. Angie hizo una mueca de tristeza. En vez de eso entramos a la tienda y se compró un CD. Esa noche nos despedimos de un beso y supe que tenía novia, de algún modo.

Hacia la mitad de las vacaciones tomé mi hoja de propósitos e hice unos cuantos ajustes. Había bajado de peso y se podía decir que no era un debilucho ni nada por el estilo. Había acabado el primer capítulo de la biografía de Charlie Chaplin y, lo más importante, tenía novia. No sé si lo había logrado porque eran propósitos muy básicos o si de verdad mi fuerza de voluntad tenía algo que ver con ello. Como fuera me sentó bien que apenas unos meses atrás las cosas fueran tan diferentes y que hoy todo pareciera ir tan bien, tal y como lo había planeado.

Dos semanas después de haber conocido a Angie llegó el día de su cumpleaños y yo estaba ansioso por verla. Ese día desayunamos más temprano de lo normal porque mi hermana y su novio viajaban en carretera hacia la playa. Mi padre les había prestado el auto con la condición de que fuera Ernesto el que manejara. Los despedimos y tomamos un taxi para la funeraria. En la mochila llevaba el regalo de Angie.

El día, sin embargo, fue largo y mi padre trabajó más de lo normal en su oficina. Finalmente se retiró y yo barrí deprisa el patio. Me lavé en el baño y me puse loción. Luego salí a sentarme en espera de Angie. Tardó un poco pero cuando apareció por la esquina tuve la misma sensación de la primera vez que la había visto, es decir una mezcla de incertidumbre y expectación. No sé, me sentía feliz.

—¿Qué te han regalado? —pregunté.

—Un libro, un disco y una chamarra. Nada interesante —dijo.

Le dije que en la oficina de mi padre tenía un regalo para ella.

—¿Quieres pasar?

—Nunca he entrado a una funeraria —dijo.

Le dije que era ridículo tener miedo porque una funeraria es como cualquier otro lugar. Angie no pareció compartir mi punto de vista. Me dedicó esa mirada suya que significaba No te creo y yo la comprendí porque en una ocasión tuve muchísimo miedo de estar ahí. Y recordaba muy bien por qué.

Fue muchos años atrás.

Mi padre apenas había comenzado el negocio y en ciertos días mi hermana y yo pasábamos el tiempo en su oficina viendo las caricaturas en un pequeño televisor o jugando en el patio con una pelota o dibujando cosas en el piso. Pero un día me preguntó si sabía qué había dentro de los ataúdes. Le dije que no había nada.

—¿Cómo sabes que están vacíos?

—Están vacíos.

—Vamos a investigar —dijo y casi a rastras me llevó a la sala donde se exhibían algunos ataúdes. Todos tenían el casco abierto y eso me tranquilizó. Me ponía nervioso si veía un ataúd cerrado pero todos estaban abiertos y le dije a mi hermana que quería regresar al patio.

—Sólo vamos a investigar —dijo y acercó un banquito a un ataúd—. Primero vamos a revisar que esté vacío —subió al banquito y echó un vistazo. Luego metió una pierna al ataúd.

—¿Tienes miedo? No pasa nada.

Metió el otro pie y se sentó dentro del ataúd.

—Es cómodo —dijo. Entonces fingió que le daba un ataque cardiaco o algo por el estilo y mientras lo hacía su cuerpo comenzó a perderse en lo hondo de la caja. No recuerdo qué más pasó excepto que grité con todas las fuerzas que entonces me eran posibles.

Después de insistir, Angie aceptó entrar. En la oficina de mi padre le pedí que cerrara los ojos y extendiera la mano. Coloqué una caja en su palma y le dije que abriera los ojos. Los abrió lentamente y lentamente mostró su sorpresa y alegría al ver el iPod en el cual había gastado mis ahorros. Luego su sorpresa dio paso a ese gesto suyo. Lo giró en una mano, apreciativamente.

—Es el de U2 —dijo.

—¿No te gusta?

—No me conoces.

—Es un iPod, ¿no?

—Sí, sí. Muchas gracias, pero creo que no me conoces nada. En fin, olvídalo. Voy a subirle unas canciones.

Se sentó al escritorio de mi padre y conectó el iPod a la computadora. Como no había mucho que hacer tomé las mancuernas que estaban en el piso y me puse a hacer algunos ejercicios para los bíceps, en espera de que Angie terminara de usar el Ipod.

—¿Por qué haces pesas? —preguntó.

—¿Funciona bien? Si no, podemos cambiarlo.

—Funciona.

Continuó haciendo clic aquí y allá, la mirada clavada en el monitor, impasible.

—¿Quieres ir a dar una vuelta?

—No ahora —dijo.

—¿Cuándo entonces?

—¿Quieres dejar de hacer pesas? Me desesperas.

Dejé las pesas y me senté en una de la sillas, enfrente de ella. Afuera comenzaba a anochecer. Tras unos minutos Angie terminó de subir canciones y se colocó los audífonos.

—Suena bien —dijo. Escuchó una canción, luego otra. Estaba tan entretenido viéndola que apenas me di cuenta que la puerta del estacionamiento se había abierto. Por la ventana vi que eran mis padres. A veces pasaban cuando a mi padre se le había olvidado algo en la oficina o simplemente usaban la oficina como un espacio más para descansar y hacer una pausa. No sé por qué les gustaba.

Le dije a Angie con señas que me acompañara y lo único que se me ocurrió fue llevarla a la sala de ataúdes y esperar ahí. Escuché la puerta abrirse y cómo mi padre se sentaba a su escritorio y comenzaba a abrir y cerrar cajones. Mi madre preguntó por mí y mi padre le dijo que debía haberme ido por ahí, sin poner ningún candado. Entonces el teléfono sonó y mi padre contestó. Lo había escuchado miles de veces:

—Funeraria Hernández —dijo. Hizo una pausa y agregó—: Es mi hija.

—¿Quién es? —preguntó mi madre.

—¿Dónde está?

—¿Quién es?

—Es sobre Alma —dijo él.

Le quité un audífono de la oreja a Angie y le crucé un dedo sobre la boca para que guardara silencio.

—¿Qué pasa?

—Parece que pasó algo.

De pronto escuché que mi madré comenzaba a llorar, no un lloro desesperado pero sí intempestivo teniendo en cuenta que mi padre no le había dicho aún nada.

—Angie —dije—. Hazme un favor. No pueden verte aquí. Tengo que esconderte.

—Claro que no.

—Sólo un momento.

—Sólo un momento —dijo, enojada.

Abrí un ataúd y le hice una seña para que entrara.

—¿Estás loco?

—No pueden verte aquí —dije—. Hazme ese favor. Suspiró teatralmente y aceptó esconderse en el ataúd.

—Me debes una —dijo.

—No me tardo. Espera aquí -dije, y respiré hondo. Luego fui a la oficina. Mi padre seguía hablando por teléfono y mi madre lloraba, pendiente de las miradas y las palabras de mi padre.

Él fue el primero en darse cuenta de mi presencia.

—¿Dónde estabas? Alma tuvo un problema —dijo, después de colgar. Tomó sus llaves y su chamarra—. Lleva a tu mamá a la casa.

—¿Cómo está? –preguntó ella.

—Todo está bien. Cierra y lleva a tu mamá —repitió.

Ayudamos a mi madre a salir de la funeraria, y mientras mi padre buscaba un taxi para nosotros, cerré la funeraria y la reja del estacionamiento.

—Vayan a la casa —dijo otra vez, antes de subir al auto de mi madre y arrancar.

Mamá apenas pudo subir al taxi. No es que cojeara o que el llanto le impidiera moverse, simplemente una fuerza esencial había desaparecido de su cuerpo y era como intentar mover un objeto inanimado. Lo cual era raro porque mi padre apenas si había dicho gran cosa. Sólo que Alma había tenido un problema. Pero supongo que los padres saben cuando algo está mal, en especial las madres. Así que subí y me coloqué junto a ella. Me habría gustado decirle algo y consolarla, decirle que mi hermana iba a estar bien, por ejemplo, o que Ernesto era tan buen conductor como el mejor, pero no podía dejar de pensar que adentro, muy enojada, seguía Angie, ignorante, casi contenta, escuchando música en su nuevo iPod.

2 Respuestas a “Ataúdes vacíos”

  1. mafer dice:

    estoy muy sorprendida, no entiendo por qué cortan la historia :( es una lectura a media, o de qué se trata?

  2. J.S. de Montfort dice:

    Se trata de una decisión estilística del autor, la de dejar abierto el final.
    Sentimos que hubieses preferido que se alargase más la narración. Te agradecemos, en cualquier caso, la lectura.

    Saludos

    J.S.

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Mauricio Salvador nació en 1979. Vive en la ciudad de México.

Una versión de este cuento se publicó en la revista Vice en noviembre de 2013.