Los chicos nuevos son mi razón de ser

Buli
Un cuento de Mauricio Salvador
buli

***
Me llaman Buli. Si es mi nombre o no, no tiene importancia. Lo que debes entender es que hagas lo que hagas ahí estaré, esperándote, y tú nunca sabrás cómo lo hice, cómo fue que logré adivinar tus pensamientos. No es un gran truco, créeme, es sólo paciencia, amor por perseverar. No hay nada de justo o injusto en todo esto. Lo digo porque a lo mejor tú eres de esos que han visto muchas películas y creen que el villano debe pagar por sus actos. Y seguro has visto alguna escena en la que el chico obeso alcanza el límite y entonces se descubre poseedor de una fuerza titánica con la cual será capaz de poner fin a multitud de injusticias. Llévalos al límite, parecen decir, y entonces sabrás de qué están hechos. Nada de eso. La gente tiene límites, lo sé, y no se gana nada con traspasarlos. Los golpeadores lo hacen una y otra vez ¿y qué ganan? Piensa, en cambio, en una cuerda: ¿de qué te sirve que esté rota? Pero ténsala lo suficiente y podrás tocar música. Es lo que yo hago, tenso el ambiente, los rostros, los ánimos y así es como toco música y como castigo a los tontos, los gordos, los mariquitas, los ñoños y, sobre todo, a los nuevos. Los chicos nuevos son mi razón de ser.

Pero primero debes conocer el salón de clases. Adelante. Este es mi pupitre y este es el tuyo. No es el mejor, lo sé. Siento como si debiera disculparme por lanzarte a la vida con tan poco. Como sea, recuerda permanecer sentado. Si quieres ir al baño dirígete a la maestra o a Nancy, la jefa de grupo. Si quieres preguntar algo, alza tu mano y si quieres responder también.

Esto que ves aquí es un pie de elefante, beaucarnea recurvata. Y estas otras son el resto de nuestras plantas. No es que me interese la naturaleza, si soy sincero, pero me gusta verlas y que alguien las ofenda o arranque siquiera una de sus hojas es casus belli, créeme.

Ahora, pon atención: En todos estos pupitres se encuentra la clase. Aquí se sienta Ángel. ¿Ves su nombre grabado en la madera? Él mismo lo escribió. Con su propia navaja. Una vez grabó el nombre de Nancy pero lo borró inmediatamente. Es esta mancha de aquí. Ángel tiene prohibido traer navajas a la escuela debido a un incidente que tuvo lugar hace tiempo aunque de cualquier manera las trae y casi dirías que es un calígrafo natural.

Entre Nancy y Ángel se sienta Omar, un mariquita, el más marica de los mariquitas. Una vez que superes la contradicción de verlos esconderse, no te costará trabajo reconocerlos. Llegan a tiempo a la escuela, cumplen las tareas, leen libros, no gastan dinero. Pero a pesar de eso, sufren. Omar, por ejemplo, pasa a Nancy las notas que le manda Ángel. Y para Omar este es un trabajo horrible porque él mismo escribe a Nancy cartas que lleva consigo a todos lados y que nadie jamás ha visto. En ellas comete el error de hablarle de su vida, de sus sueños, incluso de sus miedos. Como te dije, es el marica más grande que he conocido. Una tarde lo seguí a casa (yo sé dónde viven todos) y creyó que al subirse al autobús se había salvado. Pero un buli, si de verdad es uno y no un simple golpeador, siempre lleva la delantera. Así que cuando creía haberse librado de mí toqué su hombro.

—¿Quieres sentarte? —pregunté, señalando un asiento vacío.

—No quiero problemas —dijo.

—¿Perdón?

—No quiero sentarme —dijo.

—Señora, ¿quiere sentarse? Mi amigo y yo bajamos en la siguiente estación.

—No quiero problemas —repitió, pero ya en voz muy baja, al borde del llanto. Di un paso hacia él y lo miré directamente a los ojos. Es curioso pero creo que es más alto que yo, incluso más fuerte, y sin embargo débil, débil como un pajarito.

—¿Crees acaso que yo quiero problemas?

Bajó los ojos.

—Te hice una pregunta.

Nuestras narices casi se tocaban. Cuando miras a alguien directamente a los ojos es una apuesta que nunca sabes si ganarás. Es pura vibración, sabes, que recorre tu cuerpo y debes controlar. Es como cuando golpeas el piso con una gran rama y la vibración del golpe te recorre los brazos y los hombros y todo el cuerpo. El secreto es saber dirigir la fuerza hacia afuera y dejar así que se difumine. Si Omar lo hubiera hecho, si se hubiera atrevido por una vez a mirarme directamente a los ojos: ¿qué habría descubierto?

—No quiero problemas —murmuró una vez más.

—Sabes, ayer vi a Nancy con alguien —esta vez sus ojos se encontraron con los míos, pero sólo un instante—. ¿Amas a Nancy, verdad?

—No.

—¿Me estás llamando mentiroso?

Cerró los ojos de la misma manera que los cierra alguien que está a punto de presenciar un suceso aterrador. En este caso el suceso era un golpe a la nariz. Y en serio lo digo, jamás he golpeado a otro estudiante y sin embargo piensan que lo haré, una y otra vez. Omar, por supuesto, también lo pensó así, como todos. Pero cuando volvió a abrir los ojos yo ya no estaba ahí. Fue mágico.

Bueno, avanza. Detrás de Omar se sienta Lucía. Calculo que debe pesar unos treinta kilos. Lucía odia a Nancy y a sus amigas. Odia a todos, de hecho, probablemente porque su padre no la deja ir a ningún lado y cada día la espera a la salida y la lleva de la mano como si fuera una niña chiquita. Lucía está enamorada de Ángel pero éste apenas si nota su presencia. Como sea, nunca menciones lo de su padre. No te arriesgues. Hazme caso.

Junto a Lucía se sienta Susana, una chica rara. Quiero decir, la mayoría de las chicas te parecen raras, ¿verdad? Aún así puedes verlas mientras platican, mientras comen o ríen o lloran; puedes ver que son chicas y hacen lo que suelen hacer las chicas. Susana, en cambio... Por ejemplo, no importa qué tan temprano llegues a la escuela, Susana se encontrará ahí, sentada en silencio sin importar si hace frío o calor o si llueve. Nunca la he visto llorar o quejarse o participar en clase.

Una vez quise presenciar su llegada y llegué a la escuela, semidormido, cansado, muerto de frío, cuando la oscuridad todavía cubría la escuela y la mayor parte de la ciudad. Para combatir el frío encendí un cigarro y me dediqué a esperar. Pasaron los minutos y cuando los primeros rayos de luz emergían noté la silueta de una persona sentada en el bordillo de la calle. Era ella. Estaba sentada, el mentón sobre las rodillas y su largo cabello negro casi tocando el suelo. Apagué el cigarro y me acerqué. Mis pasos la hicieron levantar la cabeza.

—¿Buscas algo? —preguntó.

—¿Acaso no puedo caminar por aquí?

—Nunca llegas a estas horas.

—¿Por qué hueles a orines?

—...

—¿Eres muda, ciega? ¡Te estoy hablando!

—No huelo a orines.

—A eso hueles.

—¿Por qué me hablas?

—Yo le hablo a quien quiera. Soy Buli.

—Sé quién eres. ¿Pero por qué me hablas? ¿Te gusto?

—No me gusta tu olor.

—¿Y crees que tú hueles bien?

—¿Qué quieres decir?

—Tú lo sabes mejor que yo.

En ese instante supe cuáles eran sus intenciones. Bajo ese miserable frío eran pocas las ganas que tenía de pelear o alegar con ella, así que me alejé. A veces un buli debe reconocer que hay momentos en que lo mejor es alejarse. Es una regla básica de sobrevivencia si uno quiere ser un buli por mucho tiempo, y no es que Susana me intimidara o algo, sino que simplemente hay chicas con las que es mejor no hablar.

Camina hacia acá. En este pupitre se sienta Agustín, un gordo. Agustín suspira por Paula, que se sienta aquí, junto a su novio, Julián. Como Agustín es muy gordo es muy poco probable que Paula se digne mirarlo. Yo, al contrario, le presto demasiada atención porque siento que es mi deber mostrarle que la vida es dura, que nadie le ofrecerá nada gratis y que deberá pelear aunque no quiera. Como ves, lo preparo para la vida. Sé que un día me lo agradecerá.

Avanza un poco. En esta esquina se sienta Adolfo. Cuando lo tengas cerca mira sus zapatos brillantes, sus anteojos y luego el brillo en su mirada. Así se reconoce a un ñoño. Tienes derecho a hablar con los ñoños pero mi opinión al respecto es que no puedes fiarte de ellos. Tienen el corazón podrido porque en el fondo piensan que son mejor que tú y tus más altas ambiciones. Serán poetas, ciudadanos, genios sin un peso en el bolsillo. Nunca confíes en ellos.

En esta parte se sienta una mezcla de tontos, ñoños y mariquitas que no tienen por qué quitarte el tiempo. La idea es que con el tiempo los conozcas a todos pero mi método es el contrario, elegir a unos cuantos y concentrarme en ellos con todas mis fuerzas.

También tengo otros trucos. Por ejemplo, para hacerme de información de campo nada mejor que saber qué es lo que llevan en sus mochilas.

Por protección, o a veces por simple diversión, chicos como Ángel llevan en las bolsas laterales de la mochila un destapador, un sacacorchos, o incluso una pequeña navaja que sólo unos cuantos tienen el privilegio de ver. Casi nunca cargan bolígrafos o calculadora pero es poca su necesidad: tienen todo lo que necesitan con sólo estirar la mano. Ángel lleva además una cajetilla de cigarros, una insignia nazi que encontró una vez por ahí y un bolígrafo con el que puede tatuarte tinta barata si se le da la gana.

En una caja metálica, regalo de Omar, Nancy lleva toda clase de cosméticos, que incluyen espejo, bilé, sombras, delineador, polvos, enchinador de pestañas, desodorante y una colección completa de toallas y tampones sanitarios.

Los mariquitas como Omar cargan con lápices y bolígrafos extras, así como toda clase de papelería, necesaria o no, para triunfar académicamente. También pueden llevar un suéter extra, aspirinas o un inhalador para el asma.

Los ñoños pueden cargar cosas raras en los bolsillos. Adolfo colecciona tarjetas y las guarda en el bolsillo derecho de su mochila. También pueden guardar historietas o libros de aventuras que nadie les pidió que trajeran a clase. En la bolsa delantera Adolfo carga incluso un pequeño diccionario Larousse y una calculadora científica marca Texas. Los gordos nunca olvidan cargar con comida de emergencia.

Ahora, los chicos también pueden conocerse por lo que desean. Ángel quiere ser futbolista. Julián desea ser piloto de avión. Susana, la chica de los reportes, quiere ser doctora. Eso está bien. La daré mucho trabajo que hacer. Julián quiere ser un explorador probablemente porque quiere escapar de su casa. Cintia quiere ser actriz. Joel no sabe qué quiere ser pero yo sé muy bien que no llegará a mucho. La verdad es que te conviene saber ahora mismo que todos seremos nada. Tú, por ejemplo, no serás nadie. Puedo sentirlo.

Ahora, los nuevos no pueden moverse por donde quieran. Hay un espacio limitado y hay que respetarlo. Primero se encuentra el pupitre, inalienable. Busca en el diccionario. Hay un espacio adyacente a los pupitres y en él se permite cierta libertad de movimiento. Si quieres cruzar por el espacio de un jefe, pide permiso. Si quieres abandonar el salón (por enfermedad, diarrea o alguna causa de fuerza mayor), alza tu mano. Afuera del salón están los pasillos. No es, como se ha querido creer, un espacio común a todos. La regla tácita es que los jefes del salón reinan en el pasillo inmediatamente anexo, y si por ejemplo un chico de otro salón camina por aquí entonces uno de los jefes puede ponerle el pie o cruzarse en su camino sin por ello violar ninguna norma. Puede, por ejemplo, colocarse frente a él y mirarlo directamente a los ojos. Puede decir: “¿Qué me ves?” sin importar si el otro lo ve o no, y puede bloquear indefinidamente el paso hasta que el otro chico decida regresarse por donde vino o hasta que, cumplido el rito, el jefe le otorgue la clave para pasar: “Mariquita”. Entre jefes, por supuesto, hay libre paso.

Tras los pasillos comienzan las escaleras. Aquí puedes encontrar una o dos oportunidades para realizar negocios o planear atracos, si eres un jefe. Por ejemplo, un intercambio de dinero por comida robada sólo se lleva a cabo en las escaleras. No me preguntes por qué. Así ha sido desde el inicio de los tiempos. Antes todo este páramo era un espacio sin leyes, caótico. Ahora tenemos leyes. Siéntete orgulloso.

Y esto —¿puedes sentirlo?— es el patio. El lugar que algunos idealistas consideran el hogar de la libertad. ¿Eres un idealista? Olvídalo. Solo ten en cuenta que el patio puede parecer muy grande pero no lo es. Puedes intentar esconderte, pero no puedes esconderte por siempre. Yo amo el patio. Siento que hay cierta poesía en su abandono, en las posibilidades que brinda para el tormento.

¿Eso? Es la Dirección. Tiene un campo de fuerza especial. Nadie te tocará o te molestará mientras estés aquí. ¿Ves a todos esos mariquitas? No puedo tocarlos, aunque quisiera. Y ellos lo saben. Y saben que yo lo sé.

A veces los mariquitas o los ñoños buscan la protección de los profesores. Y no es raro que de pronto un profesor se me acerque con cara de pocos amigos. Cuando esto sucede no abro la boca. Los observo mientras ellos hablan y dejo que se alejen satisfechos por haberme puesto en mi lugar. Por supuesto no todos son unos brutos. Una vez se me acercó un joven profesor:

-Hey, Buli. ¿Sabes por qué molestas tanto a tus compañeros? Porque es tu única manera de llamar la atención. Quieres sentirte importante.

-No quiero ser importante -dije, sinceramente.

-Sí lo quieres. Y sólo puedes lograrlo atacando a los más débiles que tú. ¿No te da vergüenza?

Lo miré fijamente a los ojos, contemplando el odio que emergía de ellos. Quería lastimarme.

-Quizá -dije-. No lo sé.

A leguas podía ver que había sido uno de esos vulgares golpeadores.

-Si pudiera, me encargaría de este asunto yo mismo -dijo.

-Apuesto a que te gustaría. ¿Y a quién defenderías primero?

-A todos -dijo-. Eres un buli. Todos te odian.

-Supongo que sí -dije.

Un par de meses después el joven profesor fue trasladado a otra escuela. Me pregunto qué habrá pasado.

Ahora, si caminas un poco más conocerás el baño. Mira la puerta, mira el piso, los lavabos. Mira la puerta de los inodoros. Todo este espacio me pertenece. No es el espacio de los jefes ni de los mariquitas ni de los cobardes. Es mi espacio. Sé que no es muy elegante pero de cualquier manera es mío y lo respeto. Tú también debes respetarlo. No te sorprendas si me encuentras aquí cuando un minuto atrás me habías visto en mi pupitre. Tengo poderes especiales. Como te dije antes, soy Buli.

Ahora, ¿cuál es tu nombre, chico nuevo?

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Mauricio Salvador nació en 1979. Vive en la ciudad de México.