Un verdadero hijo de puta

El ganador
Un cuento de Aaron Garretson

—Ni siquiera han dado las siete —le dije.

—¡Se suponía que iba a empezar a las seis! —dijo, casi gritando. Llevaba un regalo bajo su brazo derecho y se lo cambió al izquierdo.

—Estoy seguro de que no te has perdido nada. Nadie llega a tiempo a estas cosas.

Salimos de entre los árboles y nos detuvimos súbitamente al alcanzar la cima de la colina sobre la pista de hielo. Esperaba algo espléndido, incluso ostentoso, pero la escena ante nuestros ojos era absolutamente criminal. Bajo miles de globos rosas y luces centelleantes, cien o más niñas de doce años patinaban en masa sobre un hielo color algodón de azúcar. Compartían la pista con ocho gigantescas y elaboradas esculturas de hielo, entre las que, a una velocidad como para romperse el cuello, serpenteaban media docena de profesionales contratados que brincaban y giraban entre sí, con trajes emplumados y máscaras africanas, lanzando al aire temerarios bastones para luego atraparlos de nuevo.

Desde donde estábamos no lucía como una fiesta de cumpleaños, ni siquiera como un circo; parecía más una película de Matthew Barney. Tenía la atmósfera de un rito pagano en el que todos se empeñaban en llevar a cabo el dramático y bien ensayado rol que les correspondía. Incluso Jenny y yo teníamos nuestros propios roles: como la ingenua y el boquiabierto palurdo salvamos el resto de la distancia en silencio.

Central Park ©Fernando Rizo

A la entrada de la pista dos corpulentos gorilas vestidos con chaquetas de pluma de ganso pidieron la invitación de Jenny. Cuando ella se las dio, la pasaron por debajo de una luz azul para verificar su autenticidad, y nos hicieron una seña para que continuáramos bajo un cavernoso arco de globos y pancartas que anunciaban la fiesta del cumpleaños número trece de Missy Silver.

Justo en la entrada, a la derecha, se levantaba la única escultura de hielo que no estaba sobre la pista: una estatua del padre de Missy sentado sobre un caballo. Junto a ella había una carpa con gradas.

—Voy a estar ahí —le dije a Jenny—, ven cuando ya estés lista para irnos.

—¿No vas a saludar al señor Silver?

—No.

—¿Quieres que le diga algo?

—No, por favor —dije—. Sólo diviértete.

Y tras esto, Jenny corrió a añadir su regalo a la precaria montaña de regalos, y se incorporó al resto de las niñas que se colocaban sus patines de hielo y se llenaban la boca de pasteles y dulces repartidos por un grupo de meseros en esmoquin.

En caso de que no sea todavía evidente, el padre de Missy Silver era Charles Silver, el billonario hombre de negocios que se encontraba, en ese momento, a tres semanas de comparecer ante un gran jurado por fraude, evasión de impuestos, complicidad, y ser, de pies a cabeza, un perfecto hijo de puta. Y si Jenny, ingenuamente, pensaba que yo querría rozarme con el tipo, era sólo porque mucho antes de que ella conociera a Missy (en el campamento de teatro de Juilliard que Jenny tomó gratis porque yo trabajo ahí ocasionalmente), yo solía bromear acerca de cómo el señor Silver y yo habíamos ido a la escuela juntos. Llegué a decir, incluso, que habíamos sido amigos durante una temporada. Y aunque no era ni remotamente cierto, sí llegué a pasar un largo fin de semana con él en la cabaña para esquiar de sus padres en Vail. Fue mi primer acercamiento a los privilegios, y tuve la oportunidad gracias a que una chica con la que yo salía resultó ser compañera de cuarto de la chica con la que Charles Silver estaba saliendo. Ambos nos llevamos muy bien, pero cuando dejé de salir con aquella chica jamás volví a verlo; excepto en televisión, por supuesto, y en los periódicos, y ahora a unos metros de mí con una bebida en una mano y en la otra el hombro de una joven y desafortunada ayudante.

Desde la distancia resultaba un hombre fácil de odiar. A los 45 aún tenía todo su cabello, y parecía estar en la mejor forma de su vida, y en una época en la que finalmente había tenido que mostrar cierta humildad y un poco de arrepentimiento (al menos en lo que concernía a la excesiva riqueza que había logrado engañando a sus empleados, inversores y a varios miles de mal armados soldados en Iraq) ahí se encontraba, al aire libre, ante las miradas de todo mundo, ostentando su largueza.

El regalo de Jenny había costado 17 dólares en total: una bufanda en azul y rosa tejido por ella misma, y un CD comprado en Virgin Records que Missy ya tenía, sin duda. Como fuera, sólo por asistir, Jenny y el resto de las niñas recibieron el último Ipod video, que no sólo costaba varios cientos de dólares sino que ni siquiera se encontraba en el mercado. También les dieron un par de patines blancos de piel. Solamente Chuck Silver habría ideado el problema de que las niñas ricas no ensuciaran sus calcetas con patines rentados comprando toda una tienda de patines.

El hombre era un genio. Me senté en las gradas sintiéndome no sólo superior y de una moralidad más alta, sino con la urgencia de ir hasta él, hacer a un lado a sus esbirros y golpearlo directo en la nariz. Incluso patearlo en los dientes mientras se hallaba en el suelo. Después de todo el tipo seguía siendo el principal inversionista de ConFab, una subsidiaria de Silver Enterprises y abastecedor de armaduras sobrevaluadas y de mala calidad que fallaron en prevenir la muerte de al menos dos docenas de hombres en servicio.
Era una herida en el párpado de América y, en lo que a mí concierne, el tipo merecía no sólo una década detrás de las rejas sino todas las humillaciones venéreas que vienen con esto.

Entonces me vio y me saludó con la mano.

Primero pensé que estaba bromeando, que quizás me asumió como una suerte de aguafiestas, o que había saludado a alguien detrás de mí. Pero comenzó a caminar con una gran sonrisa en la cara:

—Geoff, ¿cómo carajos estás?

Naturalmente, un hombre como él habría hecho un escrutinio en la lista de invitados. Incluso podía haberse molestado en mandar a alguien a buscarme.

—Esperaba que vinieras —dijo, desde el pie de las gradas, con las manos en la cintura y oloroso a colonia cara y grasa de zapatos.

—Un gran espectáculo este que estás montando —dije, intentando suprimir la súbita alarma en mi voz—. Soy el papá de Jenny, no sé si…

Pero antes de que yo pudiera terminar él ya estaba escalando las gradas para sentarse junto a mí. Cada músculo de mi cuerpo se contrajo por el terror. Uno no suele esperar que un billonario te dirija la palabra, muchos menos que se moleste en hacerte sentir incluido en el cumpleaños de su hija. Por buenos motivos, además. Quiero decir, la gente así de rica ha dejado simplemente de ser humana, para convertirse en tragedias griegas. Uno tendría tanto en común (así como la oportunidad de conversar) con Medea si de pronto se sentara a tu lado y sonriera.

Si hubo algo que me ayudó a restaurar mi sentimiento de superioridad (y mi alto sentido moral) fue el hecho de que aún hablaba de la misma manera que en la universidad: increíblemente rápido y con un casi indecente vigor juvenil.

Se sentó en la banca de al lado y me saludó:

—Ha pasado un rato, eh?

—No sé si lo recuerdas o no —dije—, pero nosotros…

—Salíamos con unas estudiantes de historia —dijo—. Pero tú fuiste lo suficientemente afortunado como para que te botaran antes de casarte con ella.

Su franqueza me tomó con la guardia baja, y yo creo que esa era la fuente primaria de su genio: su rara habilidad para mantener a un hombre siempre fuera de balance.

—¿Y qué piensas? —preguntó, dirigiendo su barbilla hacia el hielo, en caso de que yo no hubiera notado la orgía que se desarrollaba frente a nosotros.

—Me parece una locura —dije.

—Verdad que sí.

—Debiste contratar a todo un equipo de escultores.

—Eso hice. ¿Notaste la Venus en el centro de la pista? Missy fue la modelo. Estuvo cinco horas sentada ayer. Tuve que sacarla de la escuela.

—Creo que la que más me gusta es el general —dije, haciendo un gesto hacia la compacta estatua ecuestre junto a nosotros.

—Claro… —la miró con cierto recelo—. La verdad no va muy bien con el resto. Pero Missy la quería, sin embargo. ¿Y en qué has estado? Todavía tocas el… – hizo como si serruchara algo con la mano derecha.

—El cello —dije—, sí.

—¿Estás tocando en algún lado? ¿En alguna orquesta?

—Más bien me dedico a dar lecciones ultimamente.

—Ah —suspiró, melancólicamente—, ser tu propio jefe, ¿verdad?

—En realidad trabajo en diferentes conservatorios, pero…

—Maldita sea, estos asientos están helados. ¿No te estás congelando el culo aquí? —llamó a un par de meseros y les pidió que movieran cerca de nosotros uno de los calentadores del patio.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó.

—Estoy bien.

Volvió a llamar a los meseros.

—Un par de escoceses y dos rebanadas grandes de pastel.

—¿No deberías estar con tus invitados? —pregunté—. ¿No crees que te extrañarán?

—Sé que no. Tienen todo lo que les puedo ofrecer ahora mismo, así que estoy seguro de que son perfectamente felices. Además, mi próxima ex esposa está por ahí, y pronto dejaré de batear.

Los meseros, enfocados intensamente en su trabajo, de inmediato acomodaron un calentador a los pies del señor Silver.

—¿Sabes que está testificando en contra mía? —Charles curvó los labios con disgusto—. ¿Puedes creerlo? ¿Mi propia esposa? No sé a quién cree ella que está ayudando. De hecho, no creo que le interese. Lo que sea para joderme una vez más antes de irse. ¿Sabes? Es como su regalo de despedida por todos los años que dormí con ella.

—Debiste tratarla mejor, Chuck —dije.

—No me jodas, ¿en serio? ¿Y qué hay de ti? ¿Todavía casado?

—Nos divorciamos hace tres años, en mayo.

—¿En serio? ¿Y se acuestan de vez en vez?

—No.

—¿No?

—Nos hemos distanciado —dije.

—Claro… —asintió con la cabeza, y no del todo escéptico, como si comprendiera genuinamente la situación.

—¿Crees que testificaría en contra tuya?

—¿Por qué cosa?

—Por lo que fuera.

Sacudí la cabeza.

—No, aún nos llevamos bastante bien.

—¿Sigues enamorado de ella?

Le dirigí una mirada que, estoy seguro, dijo más de lo que yo deseaba, y él de inmediato sacó el teléfono que sonaba en su bolsillo.

—Jimmy… ¿estamos jodidos? Fantástico. No, es increíble. Te amo, Jimmy. Me alegra pagarte mucho más de lo que vales.. No… No, qué te parece esto… No, di al senador Shewman que se comunique conmigo, ¿está bien? Y quiero al jodido alcalde en el teléfono, también. Diles que voy a comenzar a difundir rumores sobre ellos y yo… No, no me importa lo que le digas… Dile que tengo a su niña por acá y que la tomaré como rehén… Sí, lo sé.. Lo sé… Exactamente.

Chuck cerró el teléfono con un azote y, regresándolo al bolsillo, gruñó desde algún lugar profundo de su garganta.

Una mesera de ojos marrones, cabello castaño y ensortijado se acercó con dos vasos de whisky y dos rebanadas de pastel ridículamente grandes.

—Pero vaya que eres bonita, ¿o no? —dijo Chuck—. ¿Cómo te llamas?

La mesera pareció asustada, incluso ofendida, y por un momento pensé que no iba a responder.

—Carrie —dijo, finalmente.

Le agradecí por el pastel e intenté hacer contacto visual. Quería simpatizar con ella de alguna manera, explicarle que yo no era una de esas personas, que yo no pertenecía ahí. Pero ella se alejó antes de tener la oportunidad.

—Dios, esa sí es una chica, ¿eh? —dijo Chuck.

—¿Entonces tienes aquí a la hija de un senador? —pregunté, mirando al enjambre de niñas pre adolescentes en la pista.

—Tengo a la hijas de dos senadores —dijo, dando un sorbo a su bebida—. Y a una del gobernador. ¿Quieres que te las señale? Probablemente podrías averiguarlo tú mismo. Te daré una pista: no son las más lindas.

Le pregunté si no pensaba que era poco saludable clasificar el atractivo de niñas de 12 años, pero no me estaba escuchando.

—Sus padres no se me acercarían ahora ni una milla —dijo—, pero aún así mandan a sus hijas, ¿no? Para hacerme saber que incluso cuando ellos no están aquí, incluso cuando quieren hacerme a un lado, seguimos siendo amigos. ¿Sabes?, creo que eres el único padre por aquí —dijo, codeándome—. Creo que no te llegó el memorándum.

—Creo que soy el único sin nada que perder —dije.

—Sí, bueno, quédate otro rato —tomó su bebida y la vació—. Me siento como la puta lepra.

—Me lo imagino —dije.

—Todo mundo quiere joder a Chuck y todos quieren un pedazo mío mientras voy de caída. Hay tipos que me llaman para pedirme los muebles de la sala. Y si no pueden tenerlos querrán la mierda que cuelga de las paredes. Y si no pueden tampoco tener eso querrán a mi esposa, o encerrarme en la cárcel por el resto de mi vida.

—Y si no pueden tener eso —dije— querrán chalecos antibala que de verdad sean antibalas.

Me sorprendió que Chuck pretendiera compasión de mí.

—Oh, por favor… —gritó—. ¿Tú también? Todos piensan que están jodiendo a Paul Krugman estos días. ¿Te parece… Cristo… acaso te parezco un diseñador de chalecos antibala? —tendió las manos como para probarlo—. Ellos nos dieron el jodido diseño. Nos dijeron qué querían y nosotros lo hicimos. No es que saliéramos simplemente a joder a esos pobres bastardos. Por supuesto el gobierno no va a decir eso, ¿o sí? Ellos sólo asumen que eso es para lo que nos pagan, para caer y morir en su lugar.

—Yo creo que son las tropas quienes han estado cayendo y muriendo —dije.

—Sí —asintió con la cabeza y se giró para mirarme a los ojos—. ¿Y qué es lo que tú quieres, Geoff?

—¿En serio? Jesús… Creo que tomaría cien dólares si los estuvieras ofreciendo. O el reloj, supongo. Probablemente podría dar el enganche para un departamento con eso.

Era un sencillo y elegante reloj de cara de platino y correas de cuero, y Chuck inmediatamente se lo quitó de la muñeca y lo puso en mis manos.

—Sólo estaba bromeando —dije.

—Yo no.

Intenté devolvérselo pero no quiso aceptarlo.

—Chuck, no me voy a quedar con tu reloj. Estaba bromeando.

—Es un Parmigiani hecho a mano —dijo—. Conozco a un tipo que te daría 150 de los grandes por él.

Intenté dejarlo en su mano por la fuerza, y luego en su bolsillo.

—¿Quieres simplemente tomar el puto reloj? Déjalo en la banca si no lo quieres —dijo—. Nunca me gustó, de cualquier manera.

—No me insultes —dije, y lo dejé en el asiento de enfrente—. Si no lo tomas testificaré en contra tuya.

—Ja —se burló—. ¿Y cómo? Ni siquiera me conoces.

—Diré que posaste para tu propia estatua presidencial de hielo.

—Eso es extremadamente condenatorio. Me darían perpetua con una evidencia como esa.

Chuck alcanzó el reloj y se lo ajustó en la muñeca.

—¡Víctor! —se giró y llamó al fornido ayudante que había estado maltratando un poco antes.

Víctor debía tener apenas 24 años pero tenía ya la cetrina y carnosa papada del veterano de fondos de inversión. Corrió a los pies de las gradas y miró como si en cualquier momento fuera a hacer una reverencia.

—Tengo un trabajo para ti —le dijo Chuck—. Quiero que cortes la cabeza de esa estatua y que uno de los meseros se la entregue a mi esposa en una bandeja.

El chico ni siquiera pestañeó. En un instante giró sobre sus talones y fue por un cuchillo de pastel. Lanzó un mantel sobre la grupa del caballo y con la ayuda de Carrie y de otro mesero montó al caballo por detrás del jinete. Carrie le pasó el cuchillo.

Chuck se inclinó hacia ella para llamar su atención.

—Hey, ¿quieres sentarte aquí con nosotros? Se está bien y es cálido junto al calefactor. Seguro que no te extrañarán unos minutos.

Carrie miró por encima del hombro al mesero con el que estaba. Me removí y ella escaló las gradas y se sentó entre Chuck y yo. Debía tener poco más de treinta años, y no sé si era el uniforme que vestía o el frío que sonrojaba sus pequeñas orejas y sus redondas mejillas, pero lucía muy bien.

—Así está mucho mejor, ¿verdad? —dijo él—. Yo soy Charles Silver.

—Sé quién es usted.

—Este es Geofrey Bramble, un viejo amigo mío. Y ese es Víctor haciendo una cirugía.

Chuck se inclinó para gritarle:

—¿Por qué te estás tardando tanto?

—Es como cortar piedra —dijo Víctor. Había serrado casi tres cuartos cuando finalmente pudo arrancar la cabeza y pasársela al mesero.

—¿La adornamos con flores? —preguntó Víctor, deslizándose del caballo.

—Sólo entrégala así —dijo Chuck, y contempló al hombre que la tenía en la charola de servicio—. Cúbrela con un pañuelo cuando vayas a dejarla, y luego quítalo y dile… No lo sé… No, dile esto, alza la nariz al cielo y dile: Madame, su deseo se ha cumplido. ¿Entendiste?

El mesero comenzó a caminar hacia el grupo de mujeres al otro lado de la pista. Chuck dio un golpecito con el codo a Carrie.

—Esto será bueno, ¿eh?

—¿Qué va a hacer? —preguntó Carrie.

—¿Que qué va a hacer? —repitió Chuck—. Le va a dar un ataque. Y luego va a decirle a la corte lo bruto que soy.

Estiró el brazo alrededor de Carrie y me jaló de la manga:

—¿Estás de acuerdo, Geoff?

Yo sólo agité la cabeza.

—¿Sabes, Carrie?, aquí mi amigo Geoff se divorció hace tres años pero sigue teniendo problemas para superarlo. ¿Sabes a lo que me refiero?

—Lo siento —dijo ella.

—No es tan malo —le dije. Las mejillas me ardieron por toda la sangre que corrió hacia ellas.

—No, es peor que malo —añadió Chuck—. Creo que todavía está enamorado. Y ella probablemente se ha vuelto a casar. ¿Estoy en lo cierto, Geoff?

Quería matarlo.

—¿No es así?

—Casi —dije.

El mesero se acercaba a la señora Silver y Chuck se puso de pie para verlo mejor.

—Chicos, mejor que se pongan de pie y vean esto.

Ayudé a Carrie a ponerse de pie.

—Chuck, ¿por qué no invitaste chicos a la fiesta? —pregunté.

—¿A esta edad? Lo único que quieren es lucirse. Espera, espera, aquí va…

El mesero se detuvo frente a la señora Silver, que estaba rodeada de sus amigas, y con una floritura barroca removió el pañuelo, dejando al descubierto la cabeza cortada. Ella no reaccionó de la manera en que Chuck había esperado. En vez de encolerizarse, o siquiera mostrar disgusto, simplemente tomó la cabeza en sus manos, la besó en la frente y la pasó a uno de los patinadores profesionales, un alto y musculoso joven ataviado con una especie de traje tribal africano. Hizo todo sin mirar en la dirección de Chuck, y el patinador se alejó con la cabeza y patinó por la pista levantándola por la cabeza. Los otros patinadores lo siguieron de manera espontánea, tras lo cual las niñas se unieron a la procesión, festejando y cantando mientras daban una vuelta de triunfo alrededor de la pista.

—Mierda —Chuck se afianzó de Carrie y de mí como si necesitara apoyo. Los tres bajamos al pie de las gradas y nos inclinamos sobre la valla que rodeaba la pista.

Los patinadores aclamaron incluso más alto al pasar frente a nosotros, luego entregaron de nuevo la cabeza en las manos de la señora Silver, quien la colocó en la mesa junto a los restos del pastel de cumpleaños.

—Odio a esa maldita perra —dijo Chuck.

—Es la mamá de tu hija —le recordé—. Y tú mismo cortaste tu cabeza.

—Debí darle la cabeza del caballo. Siempre pienso en estas mierdas demasiado tarde —Chuck dio un puñetazo a la valla—. ¿Sabes cuál es el problema de ser un ganador? —preguntó, mirándome—. Todo mundo quiere verte perder.

—Estoy seguro de que lo apreció de alguna manera —dijo Carrie.

—Por supuesto que lo apreció. Le encantó. Le hice el día.

El teléfono de Chuck sonó y lo sacó de su bolsillo, pero me miró antes de contestar.

—Te voy a dar mi casa en Miami Beach, por cierto.

Abrió el teléfono.

—Sí… Te dije que no acabaría sino hasta las 10… Entonces coman sin mí. ¿Olvidaste cómo…? ¡Es la jodida fiesta de cumpleaños de mi hija! ¿Quién demonios está tomando partido…?! No jodas… ¿En serio? Bueno, voy a estar en prisión por 20 años, ¿cómo crees que me siento?

Cerró el teléfono, pero de inmediato lo volvió a abrir para buscar algún número.

Carrie me sonrió.

—¿Viniste para acompañar al señor Silver? ¿O tienes una hija por aquí?

—Esa es Jenny, por allá —dije, señalando—. La del abrigo negro, con los globos.

Días antes había llevado a Jenny a comprarle un abrigo de lana con botones extravagantes y capucha con orilla de seda. Fue un regalo temprano de Navidad, e indudablemente la pieza de ropa más cara que jamás hubiera tenido. Y aún así resultaba redomadamente pedestre comparado con los abrigos de piel y los sombreros que usaba el resto de las chicas.

—Es muy linda —dijo Carrie.

—A veces me preocupa que sea demasiado linda.

Chuck dio un giro y gritó.

—¡Víctor! ¿Tienes el número de… Mierda. No importa, lo tengo justo aquí.

Mientras Chuck marcaba, Carrie se inclinó hacia mí y murmuró:

—No va a ir a en serio a la cárcel, ¿verdad?

—No podría imaginarlo…

Chuck hablaba ya al teléfono.

—Soy Silver —dijo—, ¿estás en camino…? Estás bromeando… ¿Cuánto más quiere? ¡Acordamos 150 la semana pasada! ¿Es así como sueles hacer negocios…? No me importa qué tan menospreciada …. ¿Su reputación? ¡Es una maldita fiesta de cumpleaños para sus fans…! No voy a pagar 200. No, no me importa. Bueno, pues qué mal entonces.

Chuck cerró el teléfono de un golpe y lo regresó al bolsillo.

—Odio a las celebridades —dijo, y me miró con los ojos entrecerrados—. Hay que tratarlas como a niños.

—Realmente crees que pisarás la cárcel? —pregunté—. Quiero decir: ¿no crees que serás sentenciado, ¿o sí?

—No lo sé. A lo mejor. Mis abogados me dicen que no, pero ¿qué más pueden decir? Si me dicen que sí, tendría entonces que conseguirme nuevos abogados, ¿verdad?

El teléfono volvió a sonar, pero esperó unos segundos antes de contestarlo.

—¿Cambió de idea? —preguntó—. Bien… No, está bien… Es muy caritativo de su parte… Dile eso… Seguro. ¿Puedes estar aquí en diez minutos…? Y trata de ser discreto, ¿okey? Es una sorpresa, no quiero que ella… Su nombre es Missy. Missy Silver. ¿Está bien…? Estoy seguro que lo harás.

Después de colgar nos tomó del brazo y nos llevó al perímetro de la pista.

—¿Entonces qué piensas de la casa? —preguntó—. ¿Te gusta Miami Beach?

—No, de hecho.

—¿No te gusta Miami? —dijo Carrie, casi incrédula.

—Tienes que recordar —le dijo Chuck— que Geoff es un artista. Y los artistas siempre odian los lugares que los puedan hacer felices. ¿Dónde estás viviendo ahora?

—Tengo un estudio en el West Side.

—¿Lo ves?

—¿Un estudio de arte? —preguntó Carrie.

—¿Saben qué? —dijo Chuck—. Vamos a patinar. ¿Por qué las niñas tendrían que tener toda la diversión?

—No sé cómo —dijo Carrie.

—Yo tampoco —dije.

—Y probablemente tengo que volver al trabajo.

—¡Estás trabajando! —dijo Chuck—. Te pagan para tener contentos a los invitados, ¿no? Siéntense y pónganse los patines. Los veré ahí. ¡Hey! —llamó a uno de los empleados de la pista—, necesitamos unos patines. Yo diría talla siete para mujer y diez y medio para hombre.

—¿Cómo supo eso? —murmuró Carrie.

Chuck corrió hacia algún lado y el empleado se acercó con dos cajas de patines nuevos.

—De hecho, soy diez —dije al tipo.

—Mi jefe va a matarme —dijo Carrie, amarrándose las agujetas.

—Y yo voy a romperme el cuello —dije.

—Hablo en serio. Es ése que está cerca del… No, no mires. Nos está viendo. Es el que está en la mesa del ponche

—¿Tendrás problemas?

—No me importa. ¿Qué puede hacer? —sonrió—. Estoy con Charles Silver. Nadie puede tocarme ahora.

En la pista, las niñas habían formado una larga línea de conga y dibujaban serpentinas alrededor de la pista. Reían y gritaban, especialmente cuando la formación se rompía y las niñas que quedaban fuera debían luchar para reintegrarse. A pesar de arrastrarnos con nuestras piernas rígidas, Carrie y yo logramos capturar el final de la fila cuando esta pasó junto a nosotros. Apenas nos habíamos acoplado —y es posible que nuestra unión hubiera tenido algo que ver—, cuando la fila se rompió tras arrastrarnos unos cuantos metros. Y de pronto fuimos tragados por un enjambre de torpes y larguiruchas niñas que se echaron a la carrera en todas direcciones.

Antes de que pudiera darme cuenta Jenny daba círculos a mi alrededor.

—¡Papá! ¿Qué estás haciendo? —parecía realmente afligida. Missy Silver, con una diadema centelleante, estaba con ella, junto con muchas otras niñas.

—Intento no matarme —dije.

—¡Hola, papá de Jenny!

—¡Hola, papá de Jenny!

No sabía que Jenny había aprendido a patinar, pero aparentemente su madre pagó las lecciones.

—¿Desde cuándo eres tan buena patinadora? —le pregunté, provocando que Missy hiciera un giro rápido y saltara.

Missy dio un giro más y una suerte de medio salto, luego todas se dieron a la carrera, persiguiendo a un patinador con un par de antorchas en las manos.

—Son tan adorables —dijo Carrie—. Tu hija parece muy agradable.

—Supongo que sólo la avergüenzo… ¿O se preocupaba por mi seguridad?

Yo no intentaba ser gracioso, pero Carrie soltó una risita. Tenía una maravillosa y cruda manera de reír, y así nos movimos juntos hacia el final de la pista. A ella le eran familiares algunas de las canciones de hip hop que se estaban tocando, y realizó pequeños movimientos de baile con sus caderas y sus manos, tanto como su frágil sentido del balance le permitió.

—¿Entonces eres un artista? —preguntó.

Le dije que tocaba el cello.

—Oh, Dios mío, adoro el cello —dijo—. Amo a Yo—Yo Ma.

—Claro…

—¿Alguna vez lo has conocido? ¿Tocaste con él? Debe ser una verdadera experiencia.

Chuck se deslizó junto a nosotros, y por supuesto era un magnífico patinador, además de todo.

—Geoff, he estado pensando —dijo—. Quiero que tengas mi departamento en Roma. Te encantará. Podrías llevar a Carrie para el Año Nuevo, si no está muy ocupada. ¿Alguna vez has estado en Italia? —le preguntó.

—Nunca —dijo ella—, pero siempre he soñado con ello.

—¿Lo ves, Geoff? Ha soñado con ello. Podrían tomar un expreso cada mañana en la Piazza della Rotonda.

Chuck dio un pequeño giro, similar al que su hija había hecho minutos antes, luego se lanzó a patinar.

—¿Habla en serio?

—Probablemente.

—Bueno, ¡entonces deberíamos ir! ¿De verdad va a darte su departamento?

—En realidad no puedo aceptarlo —dije.

—¿No? Estoy segura que tiene muchos otros…

—Dudo incluso de ser capaz de pagar los impuestos de un departamento así. Diablos, difícilmente podría pagar el boleto para viajar hasta allá.

—Entonces pídele que te haga volar.

—No lo conozco muy bien —dije—. Y de cualquier manera no se lo pediría.

Me dedicó una pequeña sonrisa y tomó mi mano durante unos momentos preciosos. Mi mente se apresuró en buscar las palabras adecuadas para pedirle una cita. Nada muy elaborado, sólo una cena y quizá una película después, o un concierto, o un centro nocturno que fuera más de su tipo.

Y entonces la limusina apareció, blanca y angosta, e hizo sonar el claxon varias veces antes de descargar a una joven celebridad y a seis de sus amigos. No sabía su nombre pero conocía su reputación gracias a los tabloides: trastornos alimenticios, múltiples periodos en rehabilitación, fotografías nada atractivas, un remake de Herbie the Love Bug. Pero no podrías haber adivinado nada al respecto esa noche. Bajo el gran arco de globos ella y su séquito se movían con el aire prístino y brillante de las deidades inalcanzables, al tanto de la envidia general y plenamente conscientes de que eran los únicos en este mundo en saber lo que significaba ser deseados.

—No lo puedo creer —dijo Carrie. Y sin ninguna palabra se alejó de inmediato hacia el otro lado de la pista.

Cuando las niñas se percataron de lo que sucedía comenzaron a gritar y alcanzaban la histeria mientras se apresuraban en sus patines. La música se apagó y las luces oscurecieron mientras la joven estrella trepaba a la mesa junto al pastel de cumpleaños con un micrófono en la mano. Gritó:

—¡Feliz cumpleaños, Missy Silver!

Y acompañada de un hombre de cabello gris al sintetizador, rompió a cantar la versión más larga de “Happy Birthday to You” que hubiera esperado escuchar. Fue una oda pop de ocho minutos para Missy, y un narcótico para cualquier menor de treinnta años.

En poco minutos la pista quedó desolada, excepto por las esculturas de hielo y un par de profesionales que siguieron haciendo ochos desvaídos. Hay algo poco tranquilizante en una pista de hielo vacía, y aunque no quiero hacer mucho alarde de ello, creo que experimenté uno de los momentos más solitarios de mi vida, rozando el hielo, flanqueado por una turba de niñas ricas descerebradas y adoradoras de ídolos con la que mi hija aparentemente se identificaba, o quería hacerlo.

¿Y quién era yo para ser tan jodidamente prejuicioso? Nadie sino un padre inseguro y con pretensiones de superioridad moral, ridículo en patines de hielo, y que no era capaz de comprarse siquiera un pasaje de avión a Italia incluso si eso significaba poder acostarse con la chica más linda y disponible que hubiera conocido en probablemente diez años. Yo era la mierda más grande en Manhattan. Si hubiera habido en verdad un lago debajo de aquel hielo me habría lanzado a él.

—¿Qué pasó con Carrie? —preguntó Chuck. Casi me tiró al detenerse junto a mí.

—Creo que es fan —dije, apuntando hacia la joven y giratoria estrella.

—¿Están conectando, eh?

—Eso parece… Probablemente piensa que soy muy joven para ella.

—No seas estúpido. No hay manera de que… Mierda, ¿viste eso?

La joven estrella había encontrado la cabeza congelada de Chuck y la frotaba contra las faldas de su abrigo de chinchilla.Tras mirar un momento, Chuck se alejó patinando y murmuró algo a Víctor, que tuvo la misión de quitarle la cabeza.

—¿Entonces, ¿cuándo se van a Roma? —gritó Chuck, al regresar.

—No vamos.

—Pensé que a ella le interesaba.

—Le interesaba.

—¿Y qué pasó?

—Le dije que no podía aceptarlo —dije.

—¿Y por qué demonios harías eso?

Chuck podía creer seriamente que estaba siendo amable, incluso halagador con sus ofertas. Y quizá yo, secretamente, amaba el hecho de sentirme estoico en mi sencilla y nada fantástica penuria. Pero en algún nivel estaba seguro de que también se divertía a mi costa.

—Voy a buscar a Jenny —dije—. Gracias por invitarnos.

Me dejó ir, pero me atrapó de nuevo mientras me ataba los zapatos.

—No era mi intención insultarte —dijo—. Pero si estás convencido de que es todo mi dinero está manchado de sangre…

—No creo eso —dije—. Es sólo que uno pasa mucho tiempo tratando de sentirse satisfecho con lo que uno tiene. ¿Sabes a lo que me refiero?

Juzgando por la expresión de su cara, pareció esforzarse genuinamente para verlo desde mi perspectiva. Entonces su esposa apareció por detrás y le rodeó la garganta con los dedos.

—Muchas gracias por el regalo —murmuró—. Era casi exactamente lo que deseaba.

—Por favor no me toques —dijo. Y ella respondió inclinándose para besarlo en la corona de la cabeza.

La vimos desaparecer entre la multitud.

—¿Te gustaría, por todo el dinero del mundo, ser yo? —preguntó—. ¿Al menos por cinco minutos? Porque yo no. Preferiría vivir en un basurero en Delhi.

—No, no lo preferirías.

Miró más allá de la pista vacía y asintió.

—Creo que sí —dijo—. Creo que sería bueno en eso.

Más allá, frente a a la pista, treinta carruajes jalados por caballos se estaban alineando ruidosamente. Habían sido contratados para llevar a los invitados a un paseo por el parque antes de regresarlos a sus lugares de residencia (que, para muchos, consistían en departamentos adyacentes a, o colindantes con Central Park). Cuando la joven celebridad terminó de cantar las niñas la siguieron bajo el arco de globos y hacia los carros que aguardaban.
Chuck y yo íbamos en la retaguardia. A mitad de camino divisamos a Carrie, que llenaba una tina con tazas y platos sucios.

Chuck me codeó.

—Pídele que dé un paseo en carro.

—Parece que está muy ocupada.

—Carrie —gritó—, Geoff quiere invitarte a un paseo por el parque.

Ella miró hacia mí y agitó la cabeza.

—Tengo que trabajar —dijo, y se giró para seguir con sus trastes.

—¿Y qué tal tu número telefónico? —preguntó Chuck.

No contestó nada y yo tuve que empujar a Chuck para que dejara de molestarla.

Bajo circunstancias normales podría haberme sentido un poco mal por el rechazo, pero Chuck estaba lo suficientemente molesto por los dos.

—Pequeña ramera —gritó—. ¿Qué demonios le dijiste?

Mientras nos acercábamos a los coches, un grupo de paparazzis descendió sobre nosotros. Al parecer la estrella les había estado insultando, pero Chuck, en vez de molestarse, intentó calmarlos regalandoles Ipods.

—Último modelo, chicos. ¿Quién quiere uno? ¿Quieres uno? ¿Quieres uno? Esta noche tenemos liquidación.

Me dio un golpecito en la espalda.

—Vas a salir en la página seis. Y con un verdadero ladrón, no menos.

—Finalmente seré tristemente célebre —dije.

—¿Querías uno? —preguntó, sosteniendo otro Ipod video.

—Estoy bien —dije.

Pero me lo dio de todas maneras y yo lo tomé.

—Gracias —dije.

—¡Ja! —gritó—. ¡Hice que te llevaras algo!

—Sí, esto sí lo puedo usar.

Subí a Jennny al carruaje y me senté al lado suyo. Atada al arnés teníamos a una yegua pinta y a un agradable hombre de húmedos y brillantes ojos tras las riendas. A la entrada el caballo nos jaló hacia la curva y pronto estábamos trotando en caravana bajo las lámparas de acero, las estrellas centellantes y las desnudas ramas de los árboles.

Estaba agradecido de ir camino a casa, y acaricié con el dorso de mi mano la mejilla de Jenny.

—¿Te divertiste? —le pregunté.

—¡Sí!

—Parece que te lo pasaste muy bien.

—¡Fue la mejor fiesta! —se inclinó y me rodeó con los brazos. Fue entonces cuando vi el reloj de Chuck colgando de su muñeca.

—¿Dónde conseguiste esto? —casi se me atragantaron las palabras.

—El señor Silver dijo que era tuyo —dijo.

Lo saqué de su brazo y me lo metí al bolsillo, luego llamé al conductor y le pregunté su nombre.

—Héctor —dijo—. ¿Disfrutaron la fiesta?

—Lo hicimos —le dije—. ¿Quiere un reloj? Es un Parmigiani hecho a mano.

—¿Un reloj?

Lo sostuve para que lo viera.

—No gracias, señor —dijo.

Así que mejor le di el Ipod.

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Aaron Garretson vive en Nueva York, donde trabaja en un laboratorio de investigación sobre el sida y donde estudia en un programa de escritura creativa. Sus historias se han publicado en las revistas Opium, Night Train y Forge.

Traducido del Inglés por Mauricio Salvador.

Imagen de portada: Fernando Rizo.